Nací con rulos
Nací con rulos, pero pasé buena parte de mi vida con el pelo atado, sin saber controlarlo. Imaginen lo siguiente: tengo seis años, el pelo seco y rulos armados, pero antes de ir al colegio me los desarman con un cepillo de pelo “para disciplinarlo” y, acto seguido, parezco un lampazo. Cuando llego a la escuela, lo primero que hacen mis compañeros es burlarse. Por mi altura y el pelo –obvio–, me gritan “¡Escoba!”, y no se me ocurre mejor idea que atarme el pelo… y pasar así los siguientes veinte años de mi vida.
A ver: no quiero hacer un melodrama de la historia de mi pelo, pero sí es cierto que me costó mucho tiempo objetivar la razón que me llevaba a “disciplinar” mi cabello (que paradójicamente, así “disciplinado”, parecía más un zorrino muerto que otra cosa). Por un lado estaba mi mamá que, sin quererlo, no sabía cómo lidiar con mis rulos. Pero también estaban los mandatos sociales: las mujeres exitosas tienen pelo largo y lacio, y si es rubio, ¡mejor! En mi adolescencia, las más populares del colegio usaban pelo largo y lacio, y el uso de la planchita era prácticamente obligatorio si querías pertenecer a la “elite” de Mean Girls…
En 2010 asistí a una conferencia en Bruselas y me hice amiga de muchos africanos y africanas. Los africanos son geniales. Parecen sudamericanos que no hablan español: gente de lo más amable y cordial, graciosos y muy divertidos. Pero la mayoría de ellos tiene el mismo problema que yo tenía: el pelo. Sin excepción –literalmente–, las mujeres usaban “pelucas lacias” y los hombres llevaban el pelo rapado. Le pregunté a Humphrey, un amigo de Zambia, la razón.
“Si usáramos pelo afro –me dijo–, nadie nos tomaría en serio. El pelo afro no es profesional. Un hombre de negocios no usa el pelo así”.
El poder y las construcciones sociales se cuelan en cada pliegue del cuerpo (y del pelo). No lo digo yo: lo dijeron Foucault, Butler, Taylor, Jodelet… Desde que nacemos, vivimos inmersos en representaciones sociales que reproducimos (o recreamos) sin detenernos a pensar. Pero todas las representaciones sociales son portadoras de significados que les son inherentes y, al ser “reproducidas” por sujetos sociales como vos o como yo, generan inclusión o exclusión. Con mi pelo con rulos desarmados –o mi zorrino muerto, para qué negarlo–, estaba portando un significado muy concreto conmigo: no pertenezco al exclusivo mundo de los “populares” (y, por lo tanto, puedo ser objeto de burla y bullying).
Hoy a la mañana, una compañera de residencia nigeriana estaba preparando cantidades industriales de té con limón y miel. Le pregunté si estaba enferma. Me dijo que no: el té con limón y miel eran para aclarar su pelo. “Es para dejar contenta a mi mamá. No puede superar que me haya rapado la cabeza”, me confesó. Entonces me contó su historia. Desde los seis años, cada dos meses, su mamá le decía: “Come on! Let’s get your hair done!”. Entonces iban a la peluquería y, pagando la plata que no tenían después de soportar un doloroso tratamiento durante horas, conseguían para mi compañera de residencia un pelo lacio. Así se ve el pelo de los blancos, de la “gente seria”, de los exitosos en la vida… de la “gente normal”. El cabello natural de los africanos o afroamericanos, no es serio. ¡Por Dios! ¡Si hasta su Presidente se rapa y su Primera Dama se lo alisa!
En Italia, casi todas las chicas tienen mi pelo. No tan largo y con rulos. “¿Y si pruebo llevarlo suelto y corto?”, pensé después de vivir un par de meses allí. Puede parecer algo superficial. Después de todo, hablamos de cabellos, no de una guerra o la muerte de alguien. Sin embargo, las mujeres sabemos que, culturalmente, el cabello es un fuerte símbolo identitario y de femineidad que jamás pasa inadvertido.
Cansada de los dolorosos tratamientos y de asumir una imagen que no la representaba, la nigeriana de mi residencia se cortó su pelo bien corto (y se liberó de la naturalización de una construcción cultural discriminadora y colonialista). Yo me lo solté, me lo corté, y asumí que nací con rulos. Sí: nací con rulos… ¡y me encanta!